No ocurrió nada

NO OCURRIÓ NADA

Ya está. Se acabó todo. Le dimos el último regalo que ansiaba con fuerzas: ser ella misma. Se levantó con el alba como de costumbre rodeada de rostros que el tiempo le había arrebatado. No llegaba el mediodía cuando la casa, su casa, se quedó vacía. Ella no quería nada y nada le dejamos. Hicimos una hoguera con todas sus pertenencias, ``quiero ser libre´´,  decía. Tiramos las paredes abajo y del hogar no quedó ni los cimientos. Mi madre lloraba y yo no supe  por qué gritaba mi corazón. El calor del fuego no ayudaba a calmar el frío que recorría nuestra piel aquella mañana de un invierno cualquiera.  A pesar de la crueldad de la situación, ella sonreía, nunca la entendí. Cuando era pequeño me arrebataba los juguetes y los echaba a la chimenea, ``esto no te ayudará a ser tú mismo´´, decía. Me ponía el chaquetón y me conducía con ímpetu al bosque y me obligaba a hablar con los árboles. ``Cuéntales algo, están muy aburridos´´. Ella se iba con la promesa de que volvería a por mí, pero en cierta ocasión se quedó dormida y me dejó a la intemperie de una fría noche, obligando a mi madre a contratar a una niñera que estuviera a mi cargo cuando tuviera que ir a trabajar. Al fuego se lo comió el viento y todos nos quedamos sin saber qué hacer. Cuando la humareda hubo desaparecido, ella también lo había hecho. La busqué asustado y la encontré a lo lejos en la orilla sentada sobre su querido sillón: ``hasta que no sea ceniza, ni se os ocurra deshaceros de él´´, nos había dicho la noche que nos reunió a todos en el salón y nos entregó el testamento tras haber tenido una cita con el señor de bata blanca en la que le advertía que el demonio de su pecho había crecido mucho en muy poco tiempo. Todo el mundo lloraba y ella; sin embargo, sonreía. La observamos respetando la distancia que nos  pedía cada vez que recordaba que tenía un aura en la que solo pocos afortunados como yo podían entrar. ``Nuestros espíritus están conectados´´, me dijo antes de ser llevada por mis tíos al hospital porque según ella alguien le había entrado en la casa y le había robado su corazón: estuvo perdida dos semanas hasta que la encontramos llorando abrazada a la tumba de su pobre perro. Las aguas estaban tranquilas y su melena de plástico hacía otro tanto. Tenía la mirada puesta en algún punto del horizonte. Alguien colocó su mano temblorosa en mi hombro y susurró un ``se nos va´´ sin fuerzas.  De repente, ella se levantó del asiento y se dirigió hacia nosotros. Sentía el pulso en la garganta: venía a por mí. Cuando estuvo a centímetros de mi ser, los demás presentes retrocedieron varios pasos respetando su espacio. La miraba melancólico, tenía unos ojos profundos y azules como el cielo de aquella mañana. Me dio su huesuda mano y me guió hacia las orillas del río. ``Ellos piensan que estoy loca´´, me dijo mientras jugaba con su apagado cabello. No dije nada, miré hacia el horizonte y respiré profundamente. El aire acariciaba mi piel y sentía la llamada de las aguas en cada centímetro de mi ser. ``Eres afortunado, a mí me costó años entenderlo´´, dijo mientras se levantaba pesadamente. De repente, empezó a desvestirse. La observaba entre la curiosidad de un niño y la vergüenza de un joven. Tiró su viejo vestido blanco sobre la fina arena. ``Quémalo´´, la oí susurrar. Se quitó la ropa interior y le dio la misma suerte que al vestido.  Dejó su huesudo y longevo cuerpo al descubierto, dejando que el aire la hiciera suyo. ``Vine al mundo así y así me iré´´, dijo con un rastro de melancolía en la voz. Entonces se dio la vuelta y mirando a todas aquellas almas inundadas de tristeza que la observaban en la distancia respetada gritó: ``¡Necios! ¡Ojalá comprendáis cuál es la esencia de la vida! ¡Dejad de llorar e idos de aquí! ¡No os pertenezco!´´
 Me miró con sus profundos ojos muertos en vida por última vez, parecía satisfecha. Súbitamente, se dispuso a caminar dirección a las aguas. Daba pequeños y temblorosos pasos, adentrándose cada vez más en la vida marina, dejando perder su cuerpo en las profundidades del río. La observé detenidamente, cómo poco a poco, iba desapareciendo en el difuso horizonte. De repente, dejé de verla: había desaparecido. Súbitamente, un desgarrado grito de dolor se oyó en los cielos. Sus palabras sonaron en mi mente: ``No fue afortunado aquel que vivió 100 años sino aquel que vivió 10 y aprovechó cada día al máximo´´. Sentí cómo lágrimas heladas quemaban mi pálida piel. Las mansas aguas mojaban mis zapatos y el viento acariciaba mi fino cabello. Me levanté pesadamente y observé el viejo sillón blanco que yacía imponente sobre la tierra, le di la vuelta y lo dejé de espaldas al río: ella quería estar sola y sola la dejaría ser. Miré una vez más hacia el horizonte con la perdida esperanza de que ella volviera a aparecer, pero una vez más, los sueños volvieron a demostrarme que son solo eso, sueños. Suspiré. Me dirigí lentamente hacia el grupo desconsolado de seres que guardaban tímidamente la distancia. Uno de ellos me dio un abrazo y me dejó el olor a tristeza en las ropas. Entonces se dispusieron a marcharse.  Los seguí lentamente, sorteando la fresca arena que brillaba bajo un sol apagado. De repente, escuché su voz: ``No llores porque me he ido, sino sonríe, porque he vivido´´. Sonreí. Los demás seres me miraron disgustados, ellos no me entendían ni yo quería que lo hicieran. Apresuraron su marcha sabiendo que ahora era a mí a quien se le debía de respetar el espacio. Frené en seco y miré hacia atrás: el viejo sillón blanco me miraba sonriente. Las aguas estaban tranquilas y el brillante cielo rebosaba de felicidad. Ya está. Se acabó todo. No ocurrió nada.


















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